

Hay figuras políticas que se recuerdan. Hay otras que se estudian. Y están aquellas que se convierten en necesidad. Néstor Kirchner pertenece a esta última categoría, no por nostalgia romántica ni por construcción mitológica, sino porque encarnó una forma de hacer política y de entender la economía que hoy se nos presenta como una urgencia histórica. Cuando hablamos de Kirchner, no hablamos solo de un ex presidente, no solo de un gran estadista, sino de una necesidad que late en cada argentino que recuerda que este país puede levantarse del infierno más profundo.
El 25 de mayo de 2003, cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia, la Argentina era un país quebrado en todos los sentidos posibles. Había obtenido apenas el 22,25% de los votos en primera vuelta, menos votos que la cantidad de desocupados que deambulaban por las calles. La tasa de desempleo alcanzaba el 25%, el país estaba en cesación de pagos con una deuda externa de 178.000 millones de dólares, y el tejido social se había desgarrado tras la crisis de 2001. Cualquier político sensato habría administrado la derrota, negociado las migajas con los poderosos, aceptado las condiciones que le impusieran los acreedores internacionales y los grupos concentrados. Pero Kirchner no era un político sensato en ese sentido. Era algo mucho más peligroso para el statu quo: era un estadista con convicciones.
Cuando Claudio Escribano, vocero y uno de los dueños del diario La Nación, fue a verlo antes de asumir para exigirle que se alineara con Estados Unidos, que no revisara la lucha contra la subversión, que atendiera a los empresarios preocupados, que cambiara la posición sobre Cuba y que endureciera las políticas de seguridad, Kirchner respondió con una claridad que definió su presidencia: no tenía esos objetivos. Él quería levantar el país, valorizar el trabajo y la producción nacional, poner a la Argentina en la senda del crecimiento con justicia social. Esa respuesta no fue un gesto épico sino una declaración de principios que se traduciría en cada decisión de su gobierno.
Lo que hizo Kirchner en los siguientes cuatro años no fue simplemente administrar una recuperación económica. Fue construir un modelo alternativo al que había destruido al país. Mientras los economistas ortodoxos reclamaban más ajuste, más apertura, más sumisión a los organismos internacionales, Kirchner mantuvo un tipo de cambio competitivo que permitió que las exportaciones superaran a las importaciones. El Banco Central compraba divisas, acrecentaba las reservas internacionales y alimentaba un crecimiento económico con tasas anuales en torno al 9% del PBI. Las reservas pasaron de 14.000 millones de dólares en mayo de 2003 a más de 47.000 millones en 2007.
Pero el genio de Kirchner no estuvo solo en los números macroeconómicos, sino en entender que la economía es ante todo una cuestión de poder y de decisión política. Cuando llegó el momento de reestructurar la deuda, propuso una quita del 65% que hizo temblar a los acreedores internacionales. Canjeó títulos por un valor nominal de 62.500 millones de dólares por nuevos bonos de 35.300 millones, indexados por inflación y crecimiento económico, sustituyendo deuda en moneda extranjera por moneda nacional. El componente en pesos de la deuda pasó del 3% al 37%. Y en enero de 2006, con las reservas acumuladas por el superávit comercial, pagó totalmente la deuda con el Fondo Monetario Internacional, liberando al país de la tutela más humillante que puede sufrir una nación soberana.
Esta estrategia no era fruto de la improvisación sino de una comprensión profunda de cómo funciona una economía. Kirchner lo explicaba con ejemplos sencillos que cualquier argentino podía entender: "El PBI se conforma de consumo, inversión y comercio exterior. En los noventa, se probó la teoría del derrame y no funcionó. Ahora lo armamos como se arman los buenos equipos de fútbol: de abajo para arriba. Tenemos que lograr que los cuarenta millones de argentinos sean consumidores plenos". Y agregaba: "El crecimiento del consumo demanda una mayor inversión. Estos dos ítems, consumo e inversión, impulsan las exportaciones: el consumo te da mayor escala de producción y la inversión, mayor eficiencia. Ambos bajan los costos y permiten competir a nivel internacional. Así crecen consumo, inversión y exportaciones y la economía vuela".
Esa filosofía se tradujo en políticas concretas que cambiaron la vida de millones. El salario mínimo pasó de 360 pesos en 2003 a 1.240 en 2007. La tasa de desocupación descendió sin interrupciones hasta alcanzar un dígito, cuando en 2003 era del 25%. Entre 2003 y 2008, Argentina contrajo la tasa de desempleo urbano abierto un 53,8%, ubicándose tercera entre las naciones latinoamericanas con mayor eficacia en la reducción de la desocupación. La tasa de inversión pasó del 11% del PBI en 2001-2002 al 23% en 2007, con una inversión pública que creció a tasas anuales superiores al 50%. La industria argentina creció a un promedio anual del 10,3% entre 2003 y 2007.
Pero Kirchner entendía que el crecimiento sin inclusión es una victoria vacía. Por eso impulsó la inclusión de aproximadamente 2.400.000 personas al sistema previsional que habían quedado sin ninguna cobertura. Sancionó la ley de movilidad previsional, creó el monotributo social, derogó la ley de flexibilización laboral de De la Rúa, redujo el período de prueba de seis a tres meses. Implementó el Plan de Regularización del Trabajo para combatir la informalidad, logrando que en 2007, de cada 100 nuevos puestos de trabajo, 83 fueran formales, cuando en los noventa solo 6 de cada 100 eran registrados. Para 2007, 700.000 beneficiarios del Plan Jefes y Jefas de Hogar habían conseguido un empleo registrado.
La política fiscal de Kirchner fue de una coherencia implacable. Combinó férreamente la obtención de ingresos por retenciones a las exportaciones con subsidios a la energía y al transporte. En 2007, los subsidios fueron de 14.600 millones de pesos, exactamente el importe obtenido por las retenciones. Había congelado las tarifas energéticas, de comunicaciones y de transporte, compensando lo que esas empresas habían ganado durante la convertibilidad cobrando tarifas abusivas en pesos con un dólar uno a uno. La disciplina era clara: se apuntalaba a los hogares y a las industrias con el total del ingreso por retenciones, y ese era, a su vez, el límite del subsidio.
Su visión estratégica trascendía las fronteras nacionales. Apuntaló los acuerdos comerciales en la región, convencido de que el MERCOSUR, la UNASUR y la CELAC podían no solo comerciar entre sí sino producir en conjunto para terceros países. Propició acuerdos comerciales con economías complementarias bajo la consigna de comprarle a quienes nos compran. Acordó con China la venta de alimentos a cambio de inversiones públicas en represas, trenes, energía nuclear. Tenía muy claro que el crecimiento sostenido de China, India y los países emergentes configuraba una nueva realidad internacional de la que Argentina debía saber sacar provecho, vendiendo cada vez más productos con mayor cantidad de mano de obra y tecnología nacional.
Para Kirchner, el Estado tenía funciones indelegables. No existe Estado sin planificación, sin propuestas que conformen un programa de gobierno con el camino a seguir y los pasos a dar. El Estado debe regular la actividad económica, establecer las reglas de juego. Y fundamentalmente, el Estado debe equilibrar inequidades, cobrar impuestos progresivos a quienes tienen manifiesta capacidad contributiva y permitirle al resto de la población acceder a prestaciones que no podría pagar si fueran provistas por el mercado: educación, salud, pensión para la vejez, protección laboral. Esta no era una visión estatista por capricho ideológico sino una comprensión de que el mercado dejado a su suerte concentra, excluye y destruye.
El mérito indudable de su política económica fue generar, en el marco de una economía devastada por el liberalismo más acérrimo y el capitalismo salvaje, un modelo de producción y distribución basado en el mercado interno. Superó el modelo de valorización financiera del capital implantado por la dictadura militar y concibió un patrón de crecimiento que apuntalaba las economías regionales, las pymes, el empleo y los salarios. Financió esa política enfrentando a los dueños del país, renegociando inteligente y patrióticamente la deuda espuria, creando puestos de trabajo, haciendo crecer el producto y distribuyéndolo en la población. Estableció relaciones fraternales con los países de la región, se opuso al ALCA, impulsó la integración latinoamericana. Trabajó de sol a sol por sus convicciones, incluso cuando su salud ya le pedía reposo, hasta que la muerte lo sorprendió el 27 de octubre de 2010.
Hoy, cuando la Argentina vuelve a estar sumergida en el pozo, cuando el desempleo crece, cuando la pobreza se expande, cuando la deuda externa vuelve a ser una soga al cuello, cuando los organismos internacionales vuelven a dictar políticas, cuando el Estado se retira de sus funciones esenciales, cuando el mercado interno se destruye y las economías regionales agonizan, la figura de Néstor Kirchner no aparece como un recuerdo nostálgico sino como un manual de instrucciones. Porque Kirchner demostró que es posible. Demostró que con decisión política, con un proyecto claro, con la convicción de que el Estado puede y debe intervenir para equilibrar las inequidades, un país puede levantarse del infierno más profundo.
No se trata de repetir mecánicamente sus políticas, porque los contextos cambian y la historia no se repite. Se trata de recuperar su método: entender que la economía es una herramienta al servicio de la política, no al revés. Que el crecimiento sin distribución es una estafa. Que el Estado no es un problema sino la solución cuando se lo pone al servicio de las mayorías. Que los poderosos siempre van a exigir sumisión, pero que un estadista debe tener la valentía de decir que no. Que los medios concentrados, los organismos internacionales y los grupos económicos van a atacar cualquier proyecto que redistribuya poder y riqueza, pero que eso no es razón para claudicar sino la confirmación de que se está en el camino correcto.
Kirchner es hoy una necesidad porque nos dejó una lección que trasciende su figura: que este país puede volver a ponerse de pie. Que los argentinos pueden volver a ser consumidores plenos, trabajadores dignos, ciudadanos con derechos. Que la patria no es una marca registrada por los poderosos sino una construcción colectiva que exige coraje, inteligencia y sobre todo, una inmensa voluntad de transformar la realidad. En estos días en que nuestros corazones laten en su memoria activa, lo que sentimos no es nostalgia sino un llamado. El llamado a comenzar nuevamente el camino que él trazó: el de sacar a la Argentina del pozo, no para volver a un pasado idealizado, sino para construir el futuro que nos merecemos. Porque si él pudo cuando todo parecía imposible, ¿por qué no podríamos nosotros? Esa es la pregunta que resuena como un desafío y como una esperanza. Esa es la necesidad de un Néstor Kirchner.











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